Un abuelo, un nieto y un sobresalto

Comparte esta parada de este viaje

Algún día en 1997, durante mi época de universitario, cuando residía en la casa de mis abuelos en Belén La Palma en Medellín, mi papito y yo nos encontrábamos solos —mi mamita había salido a realizar alguna encomienda—. En algún momento dos tipos llamaron de manera insistente y fastidiosa a la puerta preguntando por un fulano. Mi papito les respondió con un tono muy displicente —no les vio buenas fachas— que ahí no se encontraba nadie con ese nombre y les cerró la puerta en la cara. En segundos forzaron la misma y estaban adentro de la casa.  Nos atrincheramos en el cuarto de la televisión que estaba atrás en la morada. Juré que nos robarían y nos harían daño. En medio de la agitación, tomé una silla de madera y mi papito se hizo detrás de mí. Los sujetos en apariencia no estaban armados, pero revisaron cada a habitación como buscando algo o a alguien.  Al ingresar uno de ellos a la mía di por sentado que se llevarían toda mi colección de música; también que comenzarían a llevarse toda la herramienta de mi papito. No fue así. El otro sujeto, entre tanto, tomó una lima industrial del taller de mi papito y comenzó a atacarnos, yo trataba de defendernos como podía.

A mi papito se le ocurrió gritar por la ventana del cuarto de televisión que daba hacia al patio, el cual, a su vez, conectaba hacia las ventanas internas de la casa que había en el segundo piso: «¡Capitán en el segundo piso! ¡Capitán en el segundo piso!» Dentro de la desesperación a él se le ocurrió gritar ese llamado de auxilio sólo con el fin de infundirle la idea a los intrusos de que un representante de la ley era nuestro vecino y, así, quizá, asustarlos. No, ahí no vivía nadie con esas características. Mientras nos defendíamos, yo también gritaba en repetidas ocasiones, cual damisela adolescente en apuros, en un contrapunteo con los llamados desesperados de mi papito: «¡Auxilio! ¡Auxilio!» Mi papito: «¡Capitán en el segundo piso! ¡Capitán en el segundo piso!» Yo: «¡Auxilio! ¡Auxilio!» Mi papito: «¡Capitán en el segundo piso! ¡Capitán en el segundo piso!» Cuanto más gritábamos, el tipo nos lanzaba zarpazos más fuertes de ira con la lima, en tanto yo trataba de esquivarlos con la silla convertida en escudo. Casi escupo mis pulmones, mi garganta me dolía.

La puerta de la calle había quedado abierta, pero no nadie acudió en nuestra ayuda. Sin embargo, después de tantos gritos de auxilio los sujetos se marcharon sin llevarse nada.  Eso sí, tuvieron la decencia de cerrar la puerta al marcharse. En un acto de valentía corrí a mirar por la ventana que daba a la calle a constatar a dónde se dirigían. Alguien afuera los estaba esperando en un Renault 12 verde, habían cubierto la matrícula con parte de un neumático desinflado, sujeto a la puerta de la cajuela.  Salieron a toda velocidad para nunca más saber de ellos.

Quedé temblando, recapitulando todas las acciones recién acontecidas.  Mi vientre me dolía un poco, levanté la camiseta naranjada que tenía puesta. Uno de esos ataques con la lima industrial había tenido éxito. Nada grave, pero el dolor molestaba. Mi papito me pidió que me recostara en mi cama; apurado, acudió a su taller. Fue ahí donde aprendí los beneficios de la pegaloca, ese pegamento multipropósito que virtualmente arregla todo lo quebrado o dañado. Con gentileza la aplicó a lo largo de toda la línea de la herida que tenía. Santo remedio. Ardió en un principio, pero después se sintió bien. En pocos días sanó. Hoy, después de 27 años la cicatriz sigue ahí, aunque poco perceptible.

A raíz de todo lo acontecido, mandaron a hacer una puerta adicional tipo reja como medida de seguridad.  Temíamos que en cualquier momento regresaran a terminar el trabajo inconcluso, el cual nunca pudimos descifrar, sólo puras hipótesis. Aun así, ni mi papito ni mi mamita quisieron volver abrir la puerta cada vez que alguien llamara, tampoco querían asomarse por la ventana. No querían dejar ver sus rostros. Yo entré en ese mismo trauma también. Solo el tiempo se encargaría de apaciguarnos la paranoia.

Aquel fue un momento que nos unió por siempre a mi papito y a mí. Despertó en mi ese instinto de protección por los seres que uno ama. Él, por su parte, como vieron, quiso compensarme muy a su manera, cual curandero mágico.

Recuerdos que nunca se irán.

Scroll to Top