Duermen – cuento por Julio César Arias Gómez

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Lee aquí el preámbulo sobre este cuento, publicado originalmente en la versión 56 de la revisa Número en marzo de 2008. Agradecimientos especiales a Lina Parra por su venia para utilizar las ilustraciones que, como ella afirma, creó con mucho amor para esta historia. También extiendo mis agradecimientos a aquellas otras personas de la revista Número que, de una u otra forma, tuvieron que ver con la publicación de Duermen. Dicho sea de paso, feliz primer aniversario a esta bitácora.

Sujetó las manos de su padre y su madre frente al parque del lejano pueblo y sintió que las piedras le magullaban los pies desnudos. Experimentaba una rara alegría al levantar la mirada hacia el cielo oscuro y admirar las luces de colores que explotaban repetidas veces y soltaban destellos de colores efímeros. La gente gritaba y mira ba alelada con la boca abierta el espectáculo que por primera vez presenciaba. De repente, algunos comenzaron a exclamar: «¡No, no!», al sentir que unas chispas les caían sobre el cuerpo. Observaba hacia un lado y otro. Todos se cubrían, menos él, quien, extrañado, se preguntaba por qué aquellos destellos ni lo rozaban. Vio a su padre caer al suelo y revolcarse como si el cuerpo se le quemase sin llamarada alguna. Se sintió sofocado después, al sentir que su madre se había abalanzado sobre él. «A mi niño no», suplicaba ella. A él, por su parte, le causaba gracia el percatarse de que ella se preocupaba por unas chispitas que apenas alcanzaban a sentirse en la piel. Quiso localizar a su padre; lo vio tendido en el piso, boca abajo, inmóvil. Una chispa le había entrado por la cabeza. Escuchó más gritos ensordecedores, en tanto que el aire comenzó a faltarle. Entonces quiso gritar también, para que su madre se le quitara de encima. Se revolcó desesperado y asfixiado; forcejeó con sus pequeños brazos, hasta no sentir el peso de ella y poder llenar de aire los pulmones otra vez.

Abrió los ojos. Levantó la cabeza de la almohada. Su piyama de franela gastada estaba calada con algo rojo húmedo que aún no podía distinguir. Juntó los dedos índice y pulgar y, con recelo, lo palpó. Era espeso y olía como el líquido que le había emanado por la lastimadura que tenía en la rodilla, la cual él mismo se había ocasionado el día anterior al resbalarse y caer sobre una piedra picuda y filosa, mientras jugaba con Cindy a atraparla. Pensó que se desvanecería si lo limpiaba con un trapo humedecido, tal como su madre actuara con su herida, haciéndolo ver el demonio al tocarla.

Luego de eliminar de sus ojos las evidencias de un largo sueño, frunció el ceño al notar que su padre yacía en el suelo, boca abajo, en medio de un charco de líquido colorado. Sacudió entonces la cabeza como si sospechase que un sueño narcótico aún lo estuviera abrazando. Dirigió la mirada al lado derecho de su cama arrinconada.

Su madre estaba postrada también en el suelo, empapada en rojo. Se sentó en el borde de su catre con los pies descalzos en el aire. Dio un pequeño salto y aterrizó en el charco. Se quedó parado al lado de ella, mirando la pared blanca sin revocar que tenía al frente, en la cual estaba escrito, con el mismo líquido a medio secar, un letrero compuesto por extraños símbolos que todavía no conocía y que sólo años después lograría descifrar y comprender al mantenerlos presentes en la mente como una imagen cincelada: «Sapos».

Se preguntó por qué sus padres todavía dormían; por qué en el suelo; por qué no en la cama, juntos, como siempre; por qué con los ojos y la boca abiertos. Brincó por todos lados e hizo ruido a propósito para tratar de interrumpirles el sueño. Quiso sacudirlos, pero se contuvo: sabía cuán enojados se podían poner. Ningún ruido, agudo o grave, surtió efecto. Se dio por vencido. Decidió buscar una trapera —todavía húmeda del día anterior— y limpiar el lago rojo sobre el cual yacían, con la esperanza de que cuando su madre despertara, lo congratulara con un beso y un abrazo apretado, como el día anterior, cuando hiciera su cama por vez primera. Su intención se le dificultó. Aquel líquido se había secado y pegado al piso de cemento como pintura aceitosa. Restregó hasta cansarse; se resignó a dejar las manchas de formas irregulares alrededor de sus padres. Enseguida, hizo su cama por segunda vez en su vida, mientras echaba un vistazo a la cara de su progenitora, a la espera de que su profundo sueño de ojos abiertos se terminara.

Una molestia en el vientre lo puso sobreaviso: o salía al pasto o la vejiga se le desocuparía sola allí mismo. Puso las manos en la entrepierna y corrió con pasos cortos hasta llegar a uno de los pastizales laterales de la casa. Recordó cómo había aprendido de su padre, quien le había enseñado con intención recatada. Le tomó un minuto tal actividad, de la cual salió apenas con unos pocos dedos húmedos.

Aquel líquido rojo se le había impregnado en el cuerpo.  Sintió ganas de bañarse, pero aún no había aprendido a sacar agua del pozo; había visto repetidas veces cómo su padre la extraía, así que conocía bien el procedimiento. Mas el temor lo albergaba al recordar la manera en que su hermanito mayor, tratando de imitar a la cabeza de la familia, había caído en el pozo y fallecido ahogado. En vez de esto, optó por cambiarse la piyama por unas ropas limpias que extrajo de una canasta debajo de su cama.

Cindy lo seguía a todos lados, le meneaba la cola y le lamía las manos y la cara sin cesar. Recordó que dicho comportamiento se repetía cada vez que tenía hambre. Ante la insistencia del cuadrúpedo, se acercó con pasos cortos a los gabinetes rústicos de la cocina, hechos de roca y madera. Sobre ellos, dentro de un pote de totuma —tapado con un plato de plástico—, había una masa de sobras del día anterior. Tomó un pequeño banco de al lado de la puerta principal y lo puso cerca de la cocina. Sintiéndose algo corto para alcanzar el pote, estiró el cuerpo y los brazos hasta lograr su objetivo. Luego, se dirigió a la parte trasera de la casa y vació la comida de su compañera en una vasija de metal. Ella, por su parte, se la devoró en un pestañeo.

Percibió un leve gruñido en el estómago que lo hizo regresar a la cocina. Recordó dónde guardaba su madre unas arepas que ella misma hacía; las tomó de un gabinete enseguida del fogón de leña, del cual a su vez bajó una olla pequeña con agua de panela. En tres platos y tazas de loza barata diferentes sirvió los desayunos-almuerzos para sí mismo y para sus padres; se los llevó hasta sus lechos de cemento y se los puso a un lado. De nuevo realizó ruidos adrede para provocar alguna reacción en ellos; les miró la cara, mas no notó ningún resultado. Su estómago volvió a manifestarse con quejidos, los que calló con su arepa y agua de panela frías.

El tedio comenzó a invadirlo luego de que el sol, recto, atacara la tierra con sus rayos inclementes. Los ojos se le humedecieron ante la indiferencia de sus padres. Soltó un llanto a todo pulmón; gastó gran energía en un berrinche de aquellos que sabía los enojaba en extremo, con saltos y correteos incesantes incluidos. Con más ira que nunca, intentó continuar, pero se sintió abatido por el cansancio. Sus ojos, necios, empezaron a cerrarse, sin lograr controlarlos. Puso su cobija en el suelo y se acostó encima, usó el brazo de su madre como almohada, y la abrazó de paso, sin réplica alguna por parte de ella. Cayó dormido. Nada soñó. Sólo recargó fortaleza. Al igual que sus padres, ni siquiera movió el cuerpo durante aquel largo rato.

Al despertar, el sol penetraba por la puerta de la casa, que siempre permanecía abierta. Estiró los brazos un poco y se puso de pie. Posó la mirada en su madre y, enseguida, en su padre. Su estómago bufó una vez más. Remojó la última arepa que quedaba con un pequeño sorbo restante de agua de panela y se sentó en la grama del frente de la casa, acompañado por su can, a ver cómo el sol se escondía por entre los árboles.

La oscuridad llegó. Regresó al interior de la casa. Todos los objetos dentro de ella se tornaron confusos. Sabía que en el cajón de la mesa de noche, al lado de la cama de sus padres –justo al frente de la suya–, ellos guardaban unos objetos alargados y cerosos, con una cuerda en el centro, que encendían todas las noches cuando no lograban distinguir nada. Los localizó, pero no consiguió descifrar cómo crear una llama. Entonces hizo grandes esfuerzos para correr las cortinas de las cuatro ventanas del salón, después de admirar la luna, que brillaba como una moneda de plata.

Las tinieblas se volvieron penumbra. Echó otro vistazo más a sus padres. Por un instante percibió el reflejo de los rayos de luna en sus ojos. Sonriente, corrió hasta donde su madre, se acostó a su lado y la abrazó con fuerza y regocijo. Varios minutos pasaron sin recibir respuesta alguna. Lo supo de nuevo: aún no había despertado. En aquel momento, un nudo en la garganta le impidió tragar saliva. Un llanto cautivo insinuó sus deseos de libertad, pero no se lo permitió; presintió la inutilidad de su fuga. Mejor buscó jugar con Cindy; le sujetó la cola, mientras ella, a su vez, le correspondió mordisqueándole las manos sin ira, como suaves caricias dentales.

Un frío de escarcha, que comenzó a penetrar por la puerta principal, le puso la piel de gallina. Caminó hasta ella con la intención de cerrarla. La cabeza de su padre se interpuso por unos cuantos centímetros. Temió haberlo despertado con el roce. Se agachó y, con cuidado de relojero, la movió. La puerta rechinó al cerrarla, y un eco agudo se dispersó por el recinto; intentó trancarla con una barra de metal; sin embargo, era demasiado pesada para cargarla. Entonces buscó en la cocina la piedra con la que su madre trituraba la panela y con ella cuñó la entrada. Cosa distinta sucedió con la puerta de atrás, que fue más fácil de asegurar. Ésta rozaba con el marco, así que únicamente se trataba de empujarla un poco para que por sí sola se mantuviese cerrada. Pero antes la zozobra lo albergó al no sentir la presencia de Cindy en ninguna parte. En medio de la oscuridad húmeda, la llamó repetidas veces. Por entre la huerta árida y desierta creyó ver una masa amorfa negra correr hacia él; quiso acudir donde su madre, pero alcanzó a distinguir un cuerno oscilante en su parte de atrás.  Acto seguido, lo tumbó al suelo, puso su cuerpo empantanado sobre él y le lamió la cara hasta el cansancio.

La suciedad de su ropa enlodada lo obligó a buscar otra piyama en la canasta, debajo de su cama. No encontró nada; sólo unos pantalones cortos y estrechos y una camisa de tela delgada, sin mangas. Se miró su pequeño cuerpo sucio y, sin dudarlo, se los puso. El frío profundo lo envió de vuelta a buscar el calor de su madre. Se recostó a su lado y la abrazó. Sintió su cuerpo rígido, sin calidez alguna; en consecuencia, la cubrió con la cobija y la apapachó. Pocos minutos después, una imagen en blanco se estampó en su mente y no se movió durante toda la noche.

Su sueño claro y monótono se vio perturbado la mañana siguiente por el zumbido de un ejército de mosquitos y moscas, que se le posaban en las mejillas y orejas sin dar tregua. Entreabrió los ojos y advirtió que la cara de su madre estaba cubierta por decenas de aquellos insectos. Se irguió con lentitud y miró a su padre. El panorama era peor. No decenas, sino cientos de ellos lo hacían apenas distinguible. Corrió hasta él e inició una batalla fugaz con los diminutos voladores, procurando con vehemencia que no lo molestasen más. Se desesperó al ver que habían invadido la boca de su progenitor. Agitó y agitó las manos por todo el cuerpo del hombre, mas no consiguió ningún resultado; despegaban y aterrizaban cuales necios gallinazos hambrientos. Su energía se terminó en pocos segundos. Volteó sudoroso y vio que su madre lucía una máscara natural de insectos; acto seguido, retiró la cobija de su cuerpo para ahuyentarlas. La energía le duró menos esta vez. Alejó las que más pudo y se cubrió de nuevo de pies a cabeza.

El hambre volvió a atacarlo —aunque horas antes había consumido la comida que sus padres habían despreciado—. De los gabinetes bastos extrajo una zanahoria terrosa, la sacudió un poco y la deglutió sin respiro. También sacó unos limones. Ya antes había visto cómo su madre los partía, así que agarró el cuchillo y se aventuró. Al principio se le resbalaban, pero, al final, pudo partirlos por la mitad. Así, entre mordiscos de zanahoria y sorbos ácidos de limón, desayunó. Igual fue el almuerzo; pero la cena varió: la complementó con papas crudas y pizcas de sal.

El día le pareció eterno: observó a sus padres lidiar con los mosquitos, a la luz del atardecer abigarrado; evacuó el vientre; jugó y compartió sus comidas con Cindy…

Otra noche más. Las moscas y mosquitos se habían multiplicado hasta volverse nubes fragmentadas caseras, que velaban la luz de la luna llena. Una vez más se acostó al lado de su madre. En pocos segundos, se levantó de un salto al sentir un olor penetrante y pútrido que se le quedaba, obstinado, enfrascado en la nariz. Se esforzó por mantenerse abrazado a ella, con la cobija encima; pero sintió náuseas. Optó por alejarse hasta un rincón de la casa con su cobija y su almohada, y acostarse en el piso con Cindy y su pelaje como madre sustituta y fuente de calor.

Tras tres días adicionales de la misma rutina, el aire dentro de la casa era irrespirable. Los insectos se habían apoderado de la casa, expulsándolo a él y a la perra, de paso. Ya desde la noche anterior había dormido a la intemperie; se había hecho a la idea de que sus padres nunca más despertarían.

En medio de la luz de un sol cubierto por nubes blancas divisó, a la distancia, la figura de una mujer. No supo qué pensar, ni qué hacer. Sólo se mantuvo de pie y aguardó a que la mujer terminase de acercarse. Advirtió que se trataba de la hermana de su padre, que cada semana los visitaba. La mujer se sorprendió al verlo sucio y teñido de un rojo granate. El hedor, por otra parte, la previno y se aproximó hasta la puerta; enseguida, soltó un llanto y alarido prolongados. Sin mediar palabra alguna, lo cargó en los brazos y lo envolvió con ellos; luego se marchó con él, consolándole un llanto y una angustia ausentes.

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