
Enfrentamos nuestros miedos todos los días. Esta es la historia de uno de esos días.
Siempre he sido tímido, muy tímido. Aun compartiendo con familiares o amigos, mis manos sudan de manera profusa, mi voz tiembla y se arrastra en aquellos primeros segundos cuando tengo que hablar frente a ellos para llevar a cabo alguna actividad. Por ejemplo, no me pidan que lea en misa, por favor, mi cerebro se atrofia, mi lengua casi que necesita de silla de ruedas para lograr sacar adelante tal encomienda. Sin embargo, la madurez de los años me ha ayudado contrarrestarla; yo mismo me aúpo a enfrentarla.
Durante cinco años ejercí como profesor de inglés. Podrán imaginar cómo reaccionaba mi cuerpo durante esas primeras clases de inicio de curso. Cuestión psicológica, no podía demostrar ningún tipo de debilidad, yo era el que estaba a cargo. Lograba salir avante, con una que otra gota se sudor en mi frente y axilas. Si sigo rebobinando mi vida, ni qué decir de mis trabajos de exposición en la universidad o en el colegio. Pero sobreviví.
Todo esto me lleva a ese momento en que por primera vez de manera instintiva me enfrenté a esa feroz quimera: la vergüenza.
Un impulso
20 de julio de 1991. Día festivo en Colombia, aniversario de la independencia. Me encontraba con Nena, mi tía materna, su esposo y mi pequeño primito, disfrutando de un día tipo picnic en el Jardín Botánico de Medellín. Había una enorme tarima en la parte central del lugar donde un animador se encontraba realizando actividades recreativas para los niños.
Al cabo de un rato, pasé por el frente para buscar un baño y cumplir mi objetivo de darle alivio a mi vejiga. Cuando regresaba al encuentro de mis familiares, el animador convocaba a los niños para que se subieran a la tarima para participar de la siguiente actividad, una por parejas. Había ya cuatro conformadas, pero faltaba una más. Una niña de tez morena esperaba su compañero de juego. Nadie más se animaba a subir. Mi cerebro envió una corriente por mis piernas y me obligó a dirigirme hacia allá, sin opción de negarme.
Y fui a buscar la morena. «¿Qué estoy haciendo?», me pregunté mientras subía por las escaleras laterales al costado derecho. Me lancé a lo desconocido. Este niño tímido enfrentaba al monstruo de mil cabezas que siempre lo había aterrorizado.
El animador dio las indicaciones, una vez estábamos todas las parejas completas: «Vamos a jugar el baile de las sillas». Terror. Abajo se encontraban varias personas expectantes, otras, distraídas. Mis pies temblaban. Cinco parejas de niños, cuatro parejas de sillas. Todos bailaríamos alrededor de ellas, al son una canción; cuando esta se detuviera, los participantes debíamos correr a sentarnos en las sillas disponibles.
Mi pareja morena tenía unos doce años como yo, igual de bajita, con cabello castaño hasta los hombros, ojos color café, lucía una camiseta beige. También nerviosa, masticaba de manera casi compulsiva una goma de mascar que nadaba entre sus dientes de un lado al otro, casi emanando humo.
Era mi pareja de baile en un juego que reconocía, pero que nunca había jugado. ¿Qué canción sonaría? ¿Qué bailaríamos? La incertidumbre hacía latir mi corazón. El animador nos instó a estar atentos a la tonada que reproducirían a continuación.
Ahí estaba yo, con mi mano derecha en la cintura de aquella morena y mi mano izquierda tomando su mano derecha, al ritmo de Los Hermanos Rosario. Mis pies apenas podían coordinar unos pasos torpes de merengue que mi mamá me había enseñado. Meneábamos nuestros cuerpos de un lado al otro, un movimiento de coordinación que parecía imposible. Eso de evitar pisar a la pareja de baile era una labor colosal. Ninguna de las parejas nos movíamos alrededor de las sillas. «¡Pero muévanse!», alentaba el animador. Mantener el ritmo de la canción con nuestros pies, con el vaivén de nuestros cuerpos, las caderas casi atrofiadas, nuestras manos sudando, ¿y ahora teníamos que movernos en círculos?
«Voy a buscar la morena que ayer me hizo soñar con su manera de ser, con su bonito bailar» La morena me miraba con su mascar incesante y una sonrisa nerviosa. Se detuvo la canción. Logramos tomar el par de sillas. Quedábamos cuatro parejas, tres pares de sillas.
«El mundo entero da vueltas alrededor de sus pies / Mi corazón se despierta cuando veo a esa mujer». Se detuvo la música de nuevo, pudimos acomodarnos. Ella por poco se queda sin silla.
«Tiene en sus caderas un girasol / Tiene esa morena mi corazón». Se pausó la música. Nos quedamos sin sillas y yo, luego, sin la morena que fui a buscar. Perdimos. Aún con su goma de mascar de un lado para el otro en su boca, sonrió. Nos ondeamos el uno al otro nuestras manos derechas para no volvernos a ver.
Mientras bajaba por las escaleras, vi a mi tía Nena sonriendo, con un gesto de alivio. Me andaba buscando al ver que me estaba tardando para regresar con ellos. Se sorprendió al verme en aquella tarima, donde menos creyó encontrarme. Ese día, aunque perdí, salí victorioso.
Bonus tracks
Argonautas, hablando de merengue, acá de les dejo unas listas de canciones clásicas de este género y también de Los Hermanos Rosario, hechas por La Bitácora de Argo.
Ojalá siempre pudiéramos atrevernos a vencer esos miedos, solo así tendríamos estas anécdotas que son recuerdos para toda la vida 😘
En la edad de los 10 a 20 años la mayoría de los seres humanos pasamos por la etapa de la timidez que está a su vez produce mucho miedo
Ma, tengo 46 y aún siento que esa etapa no la he superado jajaja.
Como no aupar a una de las frases del parcero de la montaña cuando me enseñó a ponerle nombre a mis miedos.
” El miedo es un asesino que mata los sentimientos” ( Juanes ).
Capitan, me continuas educando en cada cátedra de pasión.
Tks Jules
Sí, la pasión es lo que nos muevo, lo que nos lleva a afrontar los miedos, de hecho.
Que historia tan chévere, con razón no te encontraba, claro si ya estabas en tus primeros coqueteos con la morena….. Quien dijo miedo😨, tampoco me gusta leer en misa ni decir unas palabras en público…mejor dicho aún sufro de pánico escénico…. !Que familia!! Hahahaha
Qué cosa tan brava los genes.
Excelente esta anécdota que nos brindas, estimado Julio, narrada con mucha gracia. Todos hemos tenido que bailar con la morena alguna vez, sobreponiéndonos al miedo y sacando la mejor versión posible de nosotros, aunque los nervios nos petrifiquen un poco. 😆
Juancho, gracias por leer. La idea es que se entretengan un rato.